martes, 22 de abril de 2014

Ambigüedades

Peter Godfrey era un director absolutamente desconocido para nosotros hasta que vimos hace un par de años Las dos señoras Carroll (The two Mrs. Carrolls, 1947), una de maridos ambiguos y vasos de leche envenenados (¿a que recuerda a Sospecha?) que nos gustó muchísimo. Nos hemos reencontrado con él gracias a Cry Wolf (muy mal traducida como El aullido del lobo, 1947).
 
Repite Barbara Stanwyck, cuyo personaje se ha casado en secreto con un ricachón heredero que se encontraba aún bajo la tutela de su tío y que acaba de morir cuando empieza la película. Ella se presenta a reclamar su parte de la herencia, lo cual no deja de hacerla parecer algo pelandusca, si no fuera porque enseguida el tío del difunto (Errol Flynn) comienza a comportarse de manera que el arribismo de la Stanwyck se convierte en pecadillo de monja.
 
 

Soy mala.

Sí, ¿eh?
 
 
 
 
 
 
 
¿Sigue vivo el marido de Barbara y Errol lo está torturando? Eso parece, a juzgar por los gritos que se oyen por las noches en el laboratorio del ático. Todo apunta a que el bueno de Flynn intenta aprovecharse de su situación de tutor legal para apropiarse de la fortuna de sus sobrinos, en plan “Hola, soy Robin Hood y esta vez robaré a los ricos para quedarme con esta pedazo de casa de tres pisos, y el cochazo, y las fincas, y los establos con todos los caballos,    UAJAJAJA”. Así pues, la peli da un giro estupendo: de un indignado “¿De qué va la viuda negra esta? Fijo que se ha cargado ella al marido. Y ahora intenta ligarse a Errol, cuando todo el mundo sabe que su corazón siempre será para Olivia. Menuda pelandusca” a un  “Venga, Barbara, desenmascara de una vez por todas a ese bribón. Siempre desconfiamos de alguien capaz de ponerse mallas verdes y dejarse un flequillo con permanente”.
¿Qué pasa? ¿No os habéis visto nunca en vuestras fotos de los 90?
Habría sido estupendo que el guión y la dirección hubieran sido capaces de mantener esa ambigüedad de los dos personajes hasta el final de la película; menuda obra maestra. Sin embargo, pronto se adopta el punto de vista del personaje de Stanwyck, de modo que todo el misterio recae sobre la figura masculina. Me recuerda mucho a dos de Hitchcock: Rebecca (1940) y Sospecha (Suspicion, 1941), sólo que Joan Fontaine parecerá siempre más desvalida y matable que Barbara, y Lawrence Olivier, aunque sea a fuerza de interpretar a Shakespeare, más psicópata que Flynn. Se cuenta que Hitchcock quiso hacer del personaje de Cary Grant un asesino en Sospecha pero que el estudio no se lo permitió por miedo a quemar la imagen de su gran estrella, de modo que tuvo que recurrir a un final simplón (rodado, por cierto, con dobles de ambos actores) que convierte a Fontaine en una histérica paranoica incapaz de apreciar a tan encantador y devoto marido (¿a quién no le gusta que la llamen "carita de mono"?). No sé si sucedería lo mismo aquí; en cualquier caso, mientras que a Grant, al que te crees haciendo comedia, melodrama, aventuras, suspense, época, o lo que sea (ahora que lo pienso… ¿no le falta algún western?), a Errol Flynn siempre te lo imaginas trepando por algún árbol.
¿Encasillado, Errol?
Para terminar, un detalle absurdo que me ha llamado la atención: nunca había visto a Barbara (ni a ninguna otra estrella femenina del Hollywood clásico, me atrevo a decir) corriendo, saltando, escalando tan frecuentemente en ninguna otra película. Apuesto a que si se hubiera rodado en la actualidad, en las absurdas entrevistas promocionales le habrían preguntado por el entrenamiento seguido para rodar las escenas de acción.  
Aquí la tenemos, dispuesta a izarse por el montacargas
 
Vamos, como a Uma…

                                                                                                                                      ... o a Renée
 
 
 
 
 
 
 
 
El aullido del lobo (Cry Wolf). 1947. Peter Godfrey (dir.). Barbara Stanwyck, Errol Flynn (actores).
 

lunes, 3 de junio de 2013

Jugando a los médicos

Tormenta de ideas. Tema: Suiza.

 
 

En lo que se refiere a El otro amor (The other love, André De Toth, 1947), esta última me parece la referencia primordial. No sólo transcurre en un sanatorio para enfermos pulmonares ubicado en los Alpes, sino que, como en la novela de Mann, el tedio, la rutina, el termómetro bajo la lengua y la  chaise longue rivalizan en importancia con el propio protagonista (en este caso, Barbara Stanwyck). El tiempo y el tempo de la vida se convierten en lo primordial, ya que en la repetición de los actos cotidianos hay una especie de conjuro, en parte médico y en parte supersticioso, con el que intentamos burlar a la muerte.
 
Por eso, la peli empieza pareciendo un melodrama amoroso para, poco a poco, ir acercándose interesantemente al cine de suspense e incluso al de terror y regresar de nuevo al punto de partida. La protagonista, una pianista de renombre internacional, llega a un sanatorio suizo aquejada de una enfermedad pulmonar grave. Su médico allí será David Niven, que la distingue con atenciones que hacen presagiar un enamoramiento inminente. Por difícil que parezca de creer, a Barbara le hace tilín el señor (¿será la escasez de oxígeno?). Difícil encontrar menos química:

¿Niven intentando parecer verraco? 

El sanatorio es como David Niven: aseado, pulcro, aséptico, rutinario y, en definitiva, enigmático en la medida en que puede llegar a serlo el aburrimiento. Sin embargo, también es siniestro en su promiscuidad permanente con la muerte, a la que se procura hacer invisible con metáforas tan sutiles como: “La sra. X se ha ido esta mañana”. Sí, claro. Con el abuelito y aquel pececillo de colores.

El caso es que llega un punto de la película en que las prohibiciones a las que somete el doctor a la pobre Barbara hacen sospechar que se trata de una especie de celoso compulsivo que aprovecha su posición de poder para aislar a su objeto de deseo de todo lo que pueda rivalizar con él: el piano, el tabaco, las fiestas.
 20 años más a cada uno y os haréis una idea de a qué me refiero.
Barbara se agobia, y nosotros con ella. Justo para entonces aparece un tenorio algo chulopiscinas que se dedica al automovilismo y que frecuenta Montecarlo (hola, metáfora de modernidad y desfase hortera). Desconoce la enfermedad de ella, y eso le brinda a la protagonista la oportunidad de olvidarse de todo y jugar al carpe diem con  vestidos caros, alcohol y casinos. ¿No se parece esto a La traviata? Bueno, o a La dama de las camelias, pero yo prefiero la ópera. La cortesana que trata de olvidar en brazos del lujo y el frenesí la angustia por la proximidad de la muerte, las flores como símbolo de la fugacidad de la belleza y la vida (camelias para Dumas, gardenias blancas para De Toth). Por cierto, me encanta esta versión de La traviata de Willy Decker, con la presencia obsesiva del reloj en medio del escenario: 


Al final, por supuesto, triunfa el amor pausado y doméstico de Niven. ¿Qué esperabais? Estamos en 1947, así que sólo cabrían dos posibilidades:
 a)  Muerte de Barbara en medio del lujo sin sentido. Este final condena la pelandusquez.
 b)  Barbara sobrevive junto al médico, que le pone cataplasmas y bolsas calientes.
Incluso pensándolo, resulta difícil saber cuál de los dos es el final feliz.

Para terminar, destaco una escena que me parece magnífica. Es el punto de inflexión de la película: la protagonista descubre que su amiga del sanatorio, a quien habían dado permiso para marcharse, se ha, ejem, ido. Terrorífica la fotografía y la iluminación, que muestra el rostro espantado de Barbara, sobre el que se refleja el cierre de las puertas del ascensor que se lleva el cadáver de su compañera:
 


Y una posdata sobre tísicos. Siempre me ha encantado este cuento de Clarín. ¿Se puede escribir algo más melancólico y hermoso, sin caer en la cursilería? 
 
 
El otro amor (The other love). 1947. André De Toth (dir.). Barbara Stanwyck, David Niven, Richard Conte (actores).
 

miércoles, 17 de abril de 2013

Teatro y cine


Me gustan las pelis que proceden de obras de teatro. Hay críticos que se obsesionan con la necesidad de adaptar el texto original al medio cinematográfico, y parecen cronometrar los minutos que los personajes pasan simplemente hablando, sin cambiar de escenario. Dicen que el cine es imagen y no palabra, y que el exceso de verborrea lastra una película. Aun reconociendo que hay casos de todo tipo, la monomanía con la que se diseccionan las cintas de origen teatral me hace imaginarme a estos críticos como contables que consideran imprescindible alcanzar un mínimo aceptable de localizaciones por hora, como si con ello fueran a decidir si tu nómina da para crédito o no. Para cumplir con la tasa de minutos estimada, lo directores suelen recurrir a -no es broma- “airear”, concepto consistente en -valga como ejemplo- trasladar una escena teatral que sucede en la cocina a una pradera bajo el cielo azul. En lugar de dejar que los personajes se expresen hablando acerca del conflicto sobre la maternidad y las ansias de libertad frustradas que les atormentan –es, de nuevo, un ejemplo-, el guionista presentará a la muchacha ordeñando una vaca con una mano mientras con la otra toca una guitarra, inéditas y sutiles metáforas visuales del trance en cuestión. Personalmente, lo de “airear” me recuerda a algo a caballo entre la ventosidad y la indiscreción, y, en cualquier caso, lo considero casi siempre innecesario. El origen teatral no garantiza el éxito de la adaptación, claro, pero me inclino a pensar que los guiones inspirados en textos dramáticos han dado lugar a excelentes películas en su mayor parte; al menos, a muchas de mis preferidas. Son idóneas para crear ambientes patológicos y claustrofóbicos, como en La huella (Sleuth, Mankiewicz, 1972) o Sola en la oscuridad (Wait until dark, Young, 1967); de penetración psicológica, como en Luz que agoniza (Gaslight, Cukor, 1944)  o La soga (The rope, Hitchcock, 1948); de enredo, como Historias de Filadelfia (The Philadelphia story, Cukor, 1940); por no hablar de todas las adaptaciones de Tennessee Williams (mi preferida, tal vez, De repente, el último verano, - Suddenly, last summer, Mankiewicz, 1959-), o de Shakespeare.  

La muerte de vacaciones (Death takes a holiday, Mitchell Leisen, 1934) procede de una obra de teatro y, sí, ¿qué pasa?, se nota; lejos de parecerme un defecto, lo considero un importante acierto.
 Los personajes se encuentran atrapados en una espléndida villa italiana (¿no recuerda eso un poco a El ángel exterminador? ¿O al Decamerón?) mientras la Muerte ha decidido permanecer entre ellos disfrazada de príncipe por tres días para entender el sentido de la vida. La reclusión transcurre entre desayunos-buffet en la terraza, bailes de gala a la luz de la luna (ahí tenemos el “aireamiento”) y apuestas en la ruleta; así cualquiera entiende el sentido de la vida. Sin embargo, la impresión es morbosa: nos sentimos como si los personajes hubieran sido encerrados en cuarentena y la muerte los rondara (nunca más literalmente que aquí). Ese secuestro al que se ven sometidos no podría reflejarse mejor que con la omnipresencia del espacio de la villa y sus estatuas decadentes como metáfora de la pequeñez de los seres humanos y la indiferencia del tiempo. La restricción espacial juega aquí a favor de la trama (sonríe, Aristóteles).
 
Otro punto que dota de encanto especial a la película es su sabor a cine mudo, aun siendo sonora. La carita de papos años treinta de Evelyn Venable, los movimientos lánguidos y en ocasiones teatrales, el maquillaje que enfatiza los ojos, la voz con la que no se sabe muy bien qué hacer aún. No se llega a esto, claro:

  ... pero esa sutil desubicación de la película la cubre de una pátina que parece reafirmar la extrañeza de la Muerte en el mundo de los vivos, así como la de los vivos ante las extravagancias de su invitado.

Como veis, todo me parecen aciertos… y no es el menor de ellos que el argumento se pueda relacionar con una ópera. La idea de la mujer que mediante su fidelidad eterna y pureza redime a un protagonista patibulario, o, como mínimo, siniestro, está en la base de una de mis óperas preferidas, El holandés errante  (Der fliegende Holländer, Wagner, 1843). El personaje de Venable, Grazia, y la del libreto alemán, Senta, son prácticamente idénticas: tienen un enamorado que no les hace del todo tilín al que están a punto de darle un apático cuando aparece un joven apuesto pero terrorífico (nadie es perfecto) que colma sus expectativas románticas, hasta el punto de entregarles su vida como sacrificio.
 
 
En definitiva, ambas son novias de la muerte. Aquí tenemos la versión hispánica:
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Para terminar, la habitual nota frívola. ¿No se parece la Muerte al Capitán Von Trapp? Juzguen ustedes mismos:
 

 
 
 
 
 



La muerte de vacaciones (Death takes a holiday). 1934. Mitchell Leisen (dir.). Frederic March, Evelyn Venable, Guy Standing, Katharine Alexander, Gail Patrick, Helen Westley, Kathleen Howard (actores).  

miércoles, 3 de abril de 2013

Individualismo de posguerra


África, años 40. Esmoquin blanco, una justicia que tiene sus propias (y brutales, injustas) normas, tabaco. Una mujer entre dos hombres. Venga, más fácil: salen Claude Rains y Peter Lorre en los papeles, respectivamente, de cínico, y arribista grimosillo…  ¿Alguien apuesta por Casablanca? Pues no; es  Soga de arena (Rope of Sand, 1949, Dieterle), pero ¿a que se parece?


No soy la primera que lo dice, claro; así que, mejor, hablemos de algunas diferencias por las que la peli de Dieterle no debe considerarse como una simple imitación del clásico de Curtiz.
Podríamos decir que Rains es aquí homosexual, mientras que en Casablanca interpretaba el papel de mujeriego (bueno, para Gregorio Marañón no existe mucha diferencia entre ambas cosas); o comentar que Lorre se sale esta vez con la suya, frente a los balazos con que le obsequian vía Curtiz. Pero me apetece más hablar de la fecha. Casablanca se rueda en plena Segunda Guerra Mundial (1942), y sus protagonistas masculinos son un romántico reconvertido en cínico (Bogart) y un romántico sin más (Paul Henreid). Uno se sirve a sí mismo, mientras el otro se sacrifica por el bien común. La chica, que ama al primero pero se debe al segundo, elige desde el corazón, pero todo se frustra por un sacrificio en el que se encierra (Marsellesa mediante), tanto el mensaje propagandístico, como el giro final que ha convertido en mítica la cinta. Desde ese punto de vista, por mucho whisky que pimple Humphrey, Casablanca resulta infinitamente más inocente que la mayoría de las películas de cine negro de la década de los 40 y, por supuesto, de la de los 30.

Soga de arena, en cambio, está rodada en la posguerra, y se nota. Primero, por la falta de idealismo de casi todos los personajes. Pensemos en Burt Lancaster, quien regresa a Sudáfrica con la muy noble intención de: a) Vengarse; y b) Robar diamantes (Bárcenas, no inventaste nada nuevo). Al final consigue a y b y además se queda con la chica. Triunfo absolutamente individual e individualista, lejos de las empresas colectivas en cuyos altares inmolan los héroes de Casablanca su felicidad.
El fantasma de la guerra pulula por toda la película, por cierto, y parece como si fuera el cansancio de esos sacrificios lo que lleva a los personajes a mirar por sí mismos exclusivamente. Para que nos entendamos: son Bogart si Ingrid no hubiera regresado. Abundan las referencias al pasado bélico y cómo ha transformado a las personas: Corinne Calvet lo dice literalmente, y Lancaster recuerda haber estado años durmiendo con un arma en el frente. Hay, sin embargo, una escena bastante explícita en este sentido: la que comprende los preliminares a lo que se supone que habría desembocado en la violación del personaje de Corinne Calvet por parte del de Paul Henreid (por cierto, ¿qué le pasó a este hombre entre 1942 y 1949? Trágica bajada de sex appeal).
ANTES
DESPUÉS. "¿Oiga? ¿Es el enemigo?"













Él es alemán, y, por tanto, el malo (hay cosas que no cambian). Alardea delante de su conquista francesa de haber conseguido cierta antigüedad en forma de jarrón aprovechando los años de Vichy, lo que, automáticamente, ocasiona la repulsión de la, hasta entonces, bastante complacida y complaciente pelandusca; a continuación llega el subsiguiente forcejeo para robar un beso metonímico. Y ya que hablamos de Corinne Calvet: en cada escena se me asemeja a una actriz diferente, pero sin dejar de parecerme pura imitación todo el tiempo. Galería:
 

Con cara de asco, copyright by Jane Russell
Queriendo ser Rita cuando Rita es Gilda
A lo Marlene en Encubridora (Rancho Notorious, Lang, 1952)
A lo Lauren “The Look” Bacall
Ciertamente, la película habría ganado bastante con alguna otra actriz (¿Gloria Grahame?), pero con eso y todo, para mí saca el sobresaliente. Por cierto, que de Dieterle ya hemos visto unas cuantas, y esta se lleva, por ahora, la palma, aunque también nos gustó mucho Jennie (Portrait of Jennie, 1949).

Otro paralelo (más personal): Soga de arena me recuerda mucho a la primera parte de El salario del miedo (Le salaire de la peur, Clouzot, 1953). Petróleo o diamantes, África o Sudamérica, qué más da. Qué peligro tienen las grandes corporaciones cuando se hacen con el poder y qué cosas pueden hacerse  por dinero. ¿Habría visto Clouzot la de Dieterle?



















Soga de Arena (Rope of sand). 1949. William Dieterle (dir.). Burt Lacanster, Corinne Calvet, Paul Henreid, Claude Rains, Peter Lorre (actores). 

jueves, 28 de marzo de 2013

Pertrechos para días de lluvia


Cuando llueve a mares y durante semanas, como últimamente, cada uno se plantea su estrategia para sobrevivir. Para mí, existen dos pertrechos dignos ante semejante corte de mangas atmosférico: comida que le hace la higa a la dieta mediterránea y películas de Judy Garland. Bueno, en realidad hay una tercer pertrecho digno, pero no queremos entrar en detalles y vernos obligados a preguntar a los lectores si son mayores de 18 para que puedan entrar en el blog. ¿Veis? A pesar de todo, el ánimo no ha decaído del todo: he dicho “preguntar a los lectores (..) para que puedan entrar en el blog” en un tono tan convincente que casi os ha hecho creer que yo pienso que tales lectores existen. Jajaja. Bien. Volvamos a Judy, que, en realidad, también tiene algo que ver en ese acceso de optimismo.
Hasta hace poco menos de un año, la única peli de la Garland que había visto era, como la mayor parte de la gente, El mago de Oz (The wizard of Oz, Fleming, 1939), y me encantaba, por supuesto. Uno de esos azares de la vida hizo que recibiera como regalo un cofre enorme con parte de la filmografía de la actriz, así que, poco a poco, fueron cayendo una tras otra Cita en St. Louis (Meet me in St. Louis, Minnelli, 1944), El pirata (The pirate, Minnelli, 1948), Desfile de Pascua (Easter Parade, Walters, 1948), Las chicas de Harvey (The Harvey girls, Sidney, 1946), Por mí y por mi chica (For me and my gal, Berkeley, 1942), Los hijos de la farándula (Babes in arms, Berkeley, 1939), Chicos en Broadway (Babes on Broadway, Berkeley, 1941) y Ha nacido una estrella (A star is born, Cuckor, 1954). Para entonces, y a pesar de Mickey Rooney, ya era una adicta completa, aunque aún no había secuestrado una farmacia para hacerme con anfetaminas. Problema: aparte de los anteriormente citados y alguno que otro más (gracias a esa estupenda nueva colección llamada Cine Club), en España no se encuentran editados en dvd los demás títulos de su filmografía. Será porque somos más de secano y la gente no necesita pertrecharse tantas veces contra la lluvia (o tal vez es que se recurre preferentemente al tercer pertrecho; hay gente para todo).

Esta tarde, Amazon mediante, hemos visto Love finds Andy Hardy (Seitz, 1938) y, a raíz de eso, se me ha ocurrido compartir algunos de los momentos que más me gustan de Judy. Por orden cronológico, y saltándome El mago de Oz y Cita en St. Louis -por ser las más famosas- y El reloj (Minnelli, 1945) -por merecer tamaña obra maestra post aparte-, aquí van:

Nadie sabe que Judy existe

Ese sentimiento lleno de autocompasión que caracteriza la adolescencia fue encarnado por Judy durante casi un lustro. La encontramos película tras película en el papel de niñas llamadas Betsy o Mary o Penny o Patsy enamoradas de un chico que a ellas les parece rebosante de personalidad y que no les hace ni caso. Los demás mortales llamamos a ese chico, simplemente, Mickey Rooney, pero, oye, para gustos, los colores. Él, por su parte, persigue a chicas llamadas Cynthia o Rosalie o Barbara, más bien rubias y tirando a pelanduscas; a veces son, incluso, Lana Turner, que también empezó como artista infantil y llegó a tomar helados y batidos en algunas películas antes de los combinados alcohólicos de alta graduación de El cartero siempre llama dos veces (Garnett, 1946). 




Así que ahí tenemos a Judy: en casa de su abuela/detrás de una ventana/en las bambalinas de un escenario, lamentándose. Hay decenas de escenas que podrían ilustrar esta etapa, pero yo he escogido una de  Armonías de juventud (Strike up the band, Berkeley, 1940), en la que Garland, como buena proto-solterona, trabaja en una biblioteca. Esta vinculación, tan fértilmente arraigada en el imaginario popular, entre el fracaso amoroso femenino y la lectura merece post aparte, a ver si me animo otro día.
Por el momento, aquí tenemos a Judy “Bibliotecaria” Garland, harta de experiencias vicarias de papel:



¡Compren bonos de guerra en este mismo cine!

El paso del estrellato infantil a los papeles adultos se ha llevado por delante no pocos nombres célebres. Ahí están, por ejemplo, Shirley Temple (quien, por cierto, hubiera podido protagonizar El Mago de Oz; menos mal que Dios proveyó) o Margaret O’Brien o Marisol o Macaulay Culkin.
                                                                                                                         El tiempo pone a cada cual en su sitio.
En otras ocasiones, la transición cuaja en una carrera adulta de éxito; muestra de ello serían las de Elizabeth Taylor, Natalie Wood, Scarlett Johanson o la propia Garland.

La transformación es paulatina y resulta difícil decidir en qué película exactamente Judy ha dejado de ser, de forma definitiva, el patito feo ansioso por abandonar el papel de espectador de la vida y zambullirse de lleno en ella. He leído por ahí que Little Nellie Kelly (Taurog, 1940) podría contener los primeros indicios de ese cambio porque muestra el primer beso “de verdad” de la actriz en pantalla. Puede ser. Sin embargo, para mí algo hace click en la visión de Judy después de For me and my gal. La primera mitad de la peli sigue el esquema de los musicales con Mickey Rooney, pero sin Mickey Rooney. El amor aparentemente imposible de Garland, todavía ninguneada e ignorada en el primer vistazo (ese que no ve las grandezas del alma, sino simplemente las del escote), es aquí Gene Kelly, hombre de estatura y testosterona no desdeñables, sobre todo si se le compara con Mickey Rooney. Esta ya no es una pasión adolescente, sino adulta (bueno, todo lo adulta que puede consentirse dentro de la MGM) y el cambio de partenaire ayuda a que nos demos cuenta, con independencia de que el papel de Garland sea, en esencia, el mismo.

La segunda mitad del metraje convierte For me and my gal en una película de propaganda bélica y el tono despreocupado del comienzo sufre un giro bastante bien llevado que desemboca en drama. Personalmente, y disintiendo de Augusto Torres (como, por otra parte, suele sucederme), prefiero esta segunda mitad de la película a la primera. La propaganda nos ha dejado excelentes películas, y, el que no lo crea, que se eche un vistazo a Casablanca (Curtiz, 1940). O a Los verdugos también mueren (Hangmen also die, Lang, 1943). O a Pasaje a Marsella (Passage to Marseille, Curtiz, 1944). En el caso de For me and my gal, además, nos brinda una muy buena interpretación dramática de Garland y la única de este tipo que yo le recuerdo a Gene Kelly, al que impresiona no ver sonriendo (¡sí, podía relajar los músculos faciales!).

La escena que he escogido pertenece a la primera parte de la peli, pero hay algo en el peinado y la corbata de Judy que ya nos hace pensar que, pese a la ligereza supuestamente improvisada de este baile maravilloso en una cafetería, las cosas se van a poner serias y tristes.

La venganza bibliotecaria

Loco por las chicas (Girl crazy, 1943) es la última película de la pareja Rooney-Garland y quizá mi preferida de las nueve que protagonizaron juntos. Las tornas por fin han cambiado y ahora es Mickey quien asedia a una Judy que cuenta los admiradores y las peticiones de matrimonio por arrobas. Muchísimo más delgada (¿flaca, tal vez?), le da calabazas con acento sureño al niño pijo de ciudad que se propone conquistarla. ¡Viva la venganza bibliotecaria!


Judy (contra)hecha Gilda

Si uno teclea “Judy Garland” en Google, posiblemente la función autocompletar termine sugiriéndonos alegrías tales como “drogas”, “crisis”, “alcoholismo” o “sobredosis” para rematar la búsqueda. Se ha hablado mucho del potencial dramático de esta actriz, dentro y fuera de su vida privada, de su nominación al Oscar por Ha nacido una estrella, de su carácter difícil y su inestabilidad emocional en los rodajes. Lo que no resulta tan frecuente es encontrar referencias a la extraordinaria vis cómica de Garland, y eso que es un punto sobre el que su hija, Liza Minnelli, ha insistido en todas las entrevistas en las que, de forma implacable y machacona, le preguntan por los excesos de su madre. Personalmente, me parece evidente el gancho de Judy como actriz cómica desde los tiempos de las películas con Mickey Rooney, y, si no, ojo a las caras que acompañan a sus réplicas en esta escena de Love finds Andy Hardy (¡tiene 15 años!).
En cualquier caso, hay por lo menos dos cosas que diferencian a Garland de otras actrices de musical: canta con garra y no cuela como princesita. Por eso hace payasadas. Y qué bien le quedan. Pruebas:
3. Con pistolas defendiendo los beef-steaks de su restaurante en el salvaje oeste:
"Se va a escribir un crimen y no tendrás que deducir nada, Angela"
                             
También se viste de dama glamourosa y pletórica de estilo. Se pone lentejuelas y demuestra que ya no es cierto aquello de “My dad says I should bother more about my lack of grammar. Huh, the only thing that bothers me is my lack of glamor!” (Love finds Andy Hardy). Puede ser igual de guapa que las femmes fatales de la época, pero prefiere reírse de ellas. Por cierto, ¿a quién parodia en este fragmento de Ziegfield Follies (varios directores, 1946)? A mí sus ademanes –exagerados aquí, por supuesto- me recuerdan mucho a los de Rita Hayworth en Gilda (Vidor, 1946), pero las dos películas son del mismo año, no sé si será posible. También hay abundantes muestras por la red de lo ridículo que le parecía el sex appeal basado en la languidez made in Marlene Dietrich; ¿irán por ahí los tiros? Se admiten apuestas y sugerencias:


“Don’t call me pure soul; it irritates me!”

Esta es una de mis frases cinematográficas favoritas; quizá dediquemos un post a otras interesantes algún día si nos da por ahí. "Don't call me pure soul; it irritates me!"; qué corta es y cómo le da la vuelta a todos los tópicos femeninos del cine en general y del musical en particular. Por lo demás, la escena, perteneciente a El pirata, rebosa una carnalidad -desprendida por una Judy tan hipnotizada como desbocada- que llega a asustar al personaje de Gene Kelly (fijaos bien en el julepe que le da en el minuto 01:26). ¡La niña recatada de MGM lleva un volcán caribeño dentro!

O al revés, la niña picaruela de la MGM (ese muslamen al aire…) guarda un alma de dulzuras en granjas de Michigan. Por cierto, ¿sabíais que esta era la canción favorita de la reina de Inglaterra? Mujer de gustos sencillos, por lo que se ve.


Señales del apocalipsis


Para terminar, un cotilleo. Hace tiempo amenazan con un biopic de Judy, a quien, en base a que es morena y canta desafinando sólo dos de cada cuatro notas, interpretaría Anne Hathaway. En fin, si al final lo perpetran, la veré seguro, pero… las comparaciones son odiosas:


"¿Va en serio?"

                                                                                                                              
                                                                                                                            
                                                                                                                                 
                                                                                                                                           

martes, 26 de marzo de 2013

Barbara, de buena.


Cuantas más películas veo de Mitchell Leisen (EEUU, 1898-1972), más me convenzo de que es uno de los grandes. Bastaría para afirmarlo con Si no amaneciera (Hold Back the Dawn, 1941) o La vida íntima de Julia Norris (To each his own, 1946), pero hay quien, como nuestro amigo J.B., le atribuiría el mérito a Billy Wilder, que ejerce de guionista en la primera, o, -y esto es más personal-, a los encantadores dientes torcidos de Olivia de Havilland. Bueno, ni el uno ni los otros participan en Mentira latente (No man of her own, 1950) y, tanto yo misma como, si eso no os resulta definitivo, El Corte Inglés, la consideramos un “imprescindible”.
Nos gusta más esta colección que a un tonto un lápiz

El arranque de la peli a mí me recuerda a Rebeca (Hitchcock, 1940), por la voz femenina en off y esa cámara que parece flotar oníricamente y que recorre los espacios para acabar en un flash-back. Por cierto, qué timbre tan seductor tiene la Stanwyck; eso no os parecerá nuevo. Ahora bien, creo que es la primera vez en que la veo cambiar el rol de dominatrix por el de atormentada víctima. Al final, como si alguien hubiera pensado: “Seamos serios… ¡es Barbara!”, saca la pistola y se le pasa por la cabeza atentar contra el quinto mandamiento, aunque sólo por celo extremo al tercero (un poco sui generis-mente) y como por lavarse de la impureza de haber infringido el cuarto. En cualquier caso, si habéis tenido que consultar la Wikipedia para recordar la numeración de lo recogido en las Tablas de la Ley y entender lo anterior, os sugiero que tratéis de desquitaros localizando las diferencias entre la Stanwyck de la primera parte de la peli y la Ingrid “Caralavada” Bergman de la etapa Rossellini:


¡Barbara con cara de buena!
¡Ingrid con cara de mala!

Otro punto memorable de Mentira latente son las escaleras. Reconozco mi debilidad por este elemento del decorado, y, con ello, me congratulo de mi buen gusto/inestabilidad mental, al coincidir con Hitchcock, para quien, al parecer, resultaban fascinantes. Hay un catálogo surtidísimo de escaleras en esta película, en una gama que oscila de lo más sórdido (las del piso neoyorkino de Lyle Bettger) a lo más burgués (las que baja Barbara para poner el árbol de Navidad luciendo en brazos a su hijito bastardo… y no, no me refiero al del Belén, que estos son protestantes y, por tanto, iconoclastas). Las mejores, sin embargo, son las que sube John Lund para deshacerse del cadáver de su ¿cuñado? en las vías del tren: varios tramos de peldaños metálicos y, a contraluz, el apuesto Sigfrido de bigotón teutónico lleva a cuestas los despojos del nibelungo chantajista, mientras el silbido del ferrocarril se oye a lo lejos y vemos el humo de la locomotora, señal de que hay que darse prisa en quitarse el muerto de encima (literalmente). Último tramo de escaleras, el héroe desaparece entre el humo y lanza el cuerpo, que cae como un fantoche. Un verdadero ascenso a los infiernos, genial por realización y fotografía. ¡No os lo perdáis!

Por cierto, como digresión y para acabar, qué cara más dulce tiene Phyllis Thaxter. Estos días me la he tropezado también en El honor del capitán Lex (Springfield rifle, André DeToth, 1952), ya es casualidad.












En sus comienzos trabajó para la MGM y, luego dirán de las tiranías de Louis B. Mayer, pero el hecho de que ni siquiera le hiciera cambiarse lo de Phyllis por otra cosa con más gancho revela que también él, como la gente del pueblo, tenía su corazoncito. ¿Quién sabe? Quizá por eso la matan en un tsunami ferroviario a los cinco minutos de película.


Mentira latente (No man of her own). 1950. Mitchell Leisen (dir.). Barbara Stanwyck, John Lund, Jane Cowl, Phyllis Thaxter, Lyle Bettger (actores).